Aprovechando mi recién estrenada libertad (y no cantando victoria demasiado alto por temor a despertar a alguien), amanezco en este renovado Invierno de las letras con sed de lectura y hambre de escritura después de tantos meses de cautiverio. Respecto a la lectura, emprendo un nuevo viaje alrededor de mis autores favoritos y muchos por descubrir que, por supuesto, trataré de compartir con vosotros en la medida en que mis nuevas responsabilidades me lo permitan. No soy mujer adicta a elevar al enigmático mundo de las redes sociales mi imagen pública ni mi vida privada, por lo que correré un tupido velo llevando a la retórica las variadas preguntas que pudiera suscitar dicha afirmación. En paralelo y, respecto a la escritura, un hambre voraz e ineluctable de expresar lo que pienso corroe mis entrañas hasta límites insospechados, hambre de vomitar sobre una nube de humo cada una de las ideas que he ido proyectando en Facebook y Twitter a lo largo de esta última etapa y que tan sólo han sido eso: estrellas fugaces, idas y venidas en un vano intento de mostrar el efímero recuerdo de mi falta de olvido a través de destellos de luz fulgurantes e instantáneos, el mensaje en una botella lanzada al vacío sin saber a ciencia cierta quién podría estarlo leyendo y esperando mi regreso.
Tengo tanto que decir... y tan poco tiempo. Así se titulaba uno de los primeros poemas que escribí cuando apenas había cumplido los trece años y ya anhelaba contar historias y que otros las leyeran. Posteriormente podría ampliarlo a un Tengo tanto que leer... y tan poco tiempo. Pero de eso no va este artículo que, aun con retraso y prolijamente desarrollado por otras manos, tenía ganas de redactar.
Para aquellos que tengan dudas, la RAE (Real Academia Española) denomina al escritor en su primera acepción como "persona que escribe" y, en su segunda, como "autor de obras escritas o impresas". Respecto al escribiente, lo denomina en su primera acepción como "persona que tiene por oficio copiar o poner en limpio escritos ajenos, o escribir lo que se le dicta." Sin embargo, desde mi punto de vista estas definiciones deberían actualizarse a la era de la comunicación digital, el siglo XXI, aquél en el que se reducen los caracteres de las palabras para que entren en tweets o mensajes de texto y en el que se perfeccionan los programas de corrección a fin de que no tengamos que cuestionarnos la integridad de nuestra calidad ortográfica. ¿Por qué digo esto? Porque amoldarse camaleónicamente a la sociedad en que nos desenvolvemos implica diferenciar, de un lado, al escritor vocacional, inconformista, lector incondicional, amateur o profesional, creativo o reflexivo, que a veces ejerce de forma remunerada y a veces altruista (esto es lo más común), pero siempre con la pasión que surte de emblema ante el ánimo de rebelión frente a la realidad impuesta; de otro al escritor accidental que se ha visto arrastrado por el mar con resaca del marketing y la ambición económica sin respeto a las palabras ni a las ideas. Y en ocasiones éste, ante su ineptitud estilística y ortográfica, su falta de tiempo, su incapacidad de redacción o de síntesis, su falta de cultura humana y divina, hace uso del escribiente (o incluso del ghostwriter).
Como tantos, estoy extremadamente preocupada por la decadente situación que ocupa la cultura en España. Me aterra que a la mayoría de mis vecinos les importe más el aireo de vidas ajenas y famosas o la literatura barata, sencilla, gráfica e imprudente que la calidad de opinión, documentación, expresión o investigación. Y me consuela que libros como El mundo (Millás), Los enamoramientos (Marías), El invierno en Lisboa (Muñoz Molina) o El mal de Montano (Vila-Matas) sean reconocidos con los honores que merece la escritura con responsabilidad literaria. Porque ser escritor, a pesar de la RAE, no es sólo una persona que escribe o que posee la autoría de obras escritas o impresas. Ser escritor implica echarse a la espalda la insensatez de querer cambiar el mundo.