Aún recuerdo la sensación que tuve, allá por 1990, cuando me topé con el profesor Keating enseñando literatura a sus alumnos del mismo modo que previamente el profesor Dingle había impartido música en la película Es grande ser joven. Eran tiempos extraños y razonables en los que los formadores eran respetados y admirados por sus estudiantes, en los que los valores eran más importantes que el capital y en los que los individuos importaban más que la burocracia. Tiempos en los que los adolescentes se revolucionaban con claveles y panfletos, eran expulsados de los colegios por proteger a sus maestros (en lugar de por vejarlos), y los profesores tenían vocación por enseñar algo más que la especialidad de su asignatura.
La necesidad de arrancar páginas que tratan de analizar la lírica como una fórmula matemática cuantificable, la apología de la amistad, el descubrimiento del amor, la supervivencia a la muerte y la necesidad de ser uno mismo por encima de las expectativas sociales fueron cuantiosos enigmas que el director cinematográfico Peter Weir incluyó como un agridulce cóctel en el nostálgico Club de los poetas muertos que obtuvo Óscar al mejor guión cinematográfico. El film fue protagonizado por un histriónico actor que, según pensaba, en no muchas ocasiones obtuvo papeles dignos de su categoría, Robin Williams, acompañado de jóvenes promesas posteriormente reconocidas como Ethan Hawke (saga de cine indie Antes del amanecer) o Neil Perry (compañero del doctor House).
Dead poets society nos despertó el sueño latente de aprovechar cada instante a ritmo de gaita dentro un universo tan incómodo como un zapato que roza, a través de una escuela privada, elitista, masculina y restrictiva de toda creatividad ajena al contenido allí impartido. Un carpe diem simbólico y eternamente recurrente por afines y profanos, capaz de traspasar la frontera del celuloide tocando la sensibilidad de los espectadores y evitando no sólo que al finalizar la película quedaran indiferentes, sino invitándoles a rozar inevitablemente el cielo con las yemas de los dedos.
En esta ocasión no fue el libro quien inspiró la película, como suele ocurrir en la mayoría de los casos. No obstante, sentí el irrefrenable impulso de hacerme con la edición española y la escrita en versión original. Esta última impregnada con el característico aroma a papel usado y todos los recuerdos que sobre él pesan.
Lamentablemente, esta semana de agosto hemos amanecido con una nueva maldición del payaso: Robin Williams ha muerto y, según las fuentes mediáticas, se ha suicidado. El alma de éxitos como Hook, La señora Doubtfire, Jumanji y El Indomable Will Hunting, según dicen algunos, no ha podido soportar su adicción a las drogas y la depresión que le ocasionaba su enfermedad de parkinson. Otros, simplemente, consideran que la presión de Hollywood, tal y como le ocurrió recientemente al oscarizado Philip Seymour Hoffman (Capote) ha superado su ambición existencial.
Pensándolo bien. Salvo excepciones, estamos ante tiempos extraños (pero no tan razonables) en los que quienes se quitan la vida habitualmente son los que más tienen (Heath Ledger, Amy Whinehouse) y quienes ansían seguir luchando apenas tienen medios. Tiempos en los que, a pesar de acechar la muerte en cada esquina, carpe diem aparenta un eslogan exclusivo de un guión cinematográfico porque sólo un puñado tiene la facilidad de aprovechar el momento sin esfuerzo. La mayoría ha de ganárselo.