Prólogo
Las
campanas del Miguelete repicaron a las doce en punto. Los fieles, como manso
rebaño, aligeraron el paso para oír misa. Los turistas dejaron de dar de comer
a las palomas, prepararon las cámaras de fotos para ametrallar a quemarropa cuanto
se interpusiera en su camino y se aglutinaron en la Puerta de los Apóstoles de la Catedral del Santo Cáliz
de Valencia. Felisa sujetó fuertemente el cochecito y le buscó impaciente entre
la multitud. Estaba rodeada.
De
un edificio cercano salió un anciano empuñando un largo bastón con un arpón
dorado en la punta. Se dirigió con dificultad hacia la entrada, perseguido por
ocho hombres de sienes plateadas ataviados con un blusón negro. El bullicio
cesó drásticamente en la Plaza
de la Virgen
de los Desamparados cuando golpeó el báculo contra el suelo de granito y los
síndicos tomaron asiento en sus sillas de madera. Felisa rezó para que el bebé
no empezase a llorar convirtiéndola en el centro de atención.
Él se había mostrado inflexible a la hora de cerrar la cita: el jueves a medio día, una vez se constituya el Tribunal de las Aguas. A Felisa no le gustaba sentirse a su merced, pero sabía a ciencia cierta que era un lugar seguro. Aunque el proceso no tuviese lugar, podrían confundirse entre los muchos japoneses que estarían curioseando. Sin embargo, la incertidumbre de que algo pudiera salir mal le mantenía en una guardia insoportable. Necesitaba acabar con esa tensión lo antes posible.
En
la última conversación telefónica le había comentado que era moreno, con barba
y bigote. Medía aproximadamente dos metros y llevaría un traje de chaqueta
negro a rayas diplomáticas. Felisa optó por el abrigo de paño rojo y, por
supuesto, el cochecito del bebé. Su bebé. Habían pasado seis semanas y ni
siquiera tenía nombre. Le hubiera gustado llamarle Walter, en honor al abuelo
del pequeño, pero desde la primera vez que lo cogió en brazos fue consciente de
que cuanto menos contacto tuviera con él, más pequeños serían sus
remordimientos. La decisión era irrevocable. Felisa no había preguntado cómo
eran las personas que le estaban aguardando, ni qué futuro le iban a ofrecer.
Resultaba más sencillo fantasear con la idea de que lo estaba buscando alguna
madre imposibilitada para tener hijos, deseosa de brindarle una vida llena de
amor y felicidad. Además, los treinta mil euros que le ofrecían a cambio eran
la solución a la mayor parte de sus problemas.
Desde
que a Walter le diagnosticaron una insuficiencia renal, los gastos que
acarreaba el tratamiento de la enfermedad se habían convertido en su única
obsesión. Las sesiones de diálisis debían realizarse tres veces a la semana
durante cuatro horas, cada una de ellas arrastrando unos gastos mensuales de
novecientos dólares. Si le sumaba el coste de los medicamentos (ampollas de
hierro, vitaminas y calcio), las radiografías y los exámenes de laboratorio, la
cifra ascendía a mil quinientos. Pero su padre sobreviviría otros diez años.
El
primer lunes de cada mes, Felisa enviaba a Ecuador mil euros a través del
servicio Ria que le ofrecía el
locutorio. Se dedicaba a la limpieza para todo aquel que quisiese contratarla
y, si coincidían horarios, los cuadraba a lo largo de la semana para no tener
que rechazar ninguna oferta. Con este sistema se garantizaba un sueldo medio de
mil doscientos euros. Con treinta mil no tendría que preocuparse de que a
Walter le faltara dinero para el tratamiento. Podría empezar de cero, recuperar
el tiempo perdido y, tal vez algún día, concebir otro hijo al que poder criar
en un ambiente de paz y armonía.
Una
mano cuadrada se apoyó sobre su hombro y Felisa se sobresaltó. Era él, sin
lugar a dudas, con una mirada tan penetrante que temió que la atravesara. No
saludó. Se limitó a apartarla suavemente y empujó el cochecito abriéndose paso
entre la aglomeración con la facilidad de Moisés en las aguas del mar Rojo.
Felisa contuvo la respiración y fue tras él en silencio, controlando que no se
distanciara demasiado. Aún le debía quince mil euros y no iba a permitir que se
le escapasen.
La
masa uniforme de nubes negras se condensó en el cielo cristalino. Bordearon las
galerías de la catedral gótica a paso ligero y, cuando estuvieron suficientemente
lejos de la plaza, él se detuvo y alzó al pequeño para verlo en todo su
esplendor. No pareció satisfecho hasta que empezó a llorar desconsoladamente.
Entonces esbozó una malévola sonrisa que se transformó en mueca.
Por
primera vez, Felisa sintió una punzada en la conciencia. Reparó en que su hijo
tenía el rostro lleno de mocos y, en un acto reflejo, cogió el pañuelo y le
limpió con cuidado. No hacía ni tres horas que le había estado bañando, olía a
colonia fresca y polvos de talco. Demasiadas preguntas rondando su cabeza, pero
no lograba que sus labios se entreabrieran para pronunciarlas. Tampoco estaba
segura de querer conocer las respuestas. Recordó a Walter e intentó reponerse
en medio del aturdimiento. Él sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre
amarillento y se lo entregó. Sus dedos estaban agrietados y, en el anular,
llevaba un llamativo sello de plata con un rubí incrustado. Felisa tuvo que
esforzarse por estirar el brazo y recogerlo.
—No le volverás a ver.
Felisa
sujetó el dinero con fuerza. A pesar de que podía oírse los latidos acelerados
del corazón, su cuerpo era un iceberg. Siguió con la mirada cómo él se alejaba
empujando el cochecito hasta que la sombra de su silueta se perdió al doblar la
esquina. Luego se desplomó.