Desde una ventana en penumbra, una silueta difusa contempla la calle. La luz platea la copa de los árboles e ilumina la parada del autobús, pero una negrura brillante se enseñorea de la escena y proyecta su fulgor opaco hacia el espectador, atraído hacia esa tiniebla rutilante.
Así es la portada de ‘Equinoccio‘. De las sombras al esplendor de lo negro. Jimena Tierra dirige su mirada hacia el reverso más oscuro de la espiritualidad, hacia el corazón tenebroso de ese universo cerrado que son las sectas satánicas. Para ello vertebra la historia de la novela a través de dos tramas que discurren en paralelo.
Eduardo, el Hurón, lleva mucho tiempo envuelto en las sombras. Carece de amigos y de estímulos que le hagan asomarse más allá de su escritorio, al que le encadenan las oposiciones a juez. Su madre es el único personaje real de ese mundo detenido, y la ventana desde la que observa la calle, su única conexión con el mundo exterior. Pero en la marquesina del autobús aparece Verónica, y Eduardo, ávido de compañía y experiencias que le ayuden a quitarse el polvo de los libros, se lanza en pos de la chica hacia un mundo deslumbrante: deseo, sensualidad, la vida a borbotones… y la consideración de una vida «formal» como inútil, junto a las ilimitadas posibilidades de una moral sin moral.
Muy cerca de allí, el detective Anastasio Rojo sobrevive a duras penas a la desaparición de su hija, muerta en muy sombrías circunstancias. Al borde del abismo, Rojo se aferra a la investigación de su último caso, el suicidio de un joven que pudiera tener la edad de su hija. O la de Eduardo. Tal vez la de Verónica.
Eduardo duda, anclado aún al deber, al recuerdo de su padre, a su madre. Pero el irresistible encanto del lado oscuro lo guía hasta el mismo tren donde Verónica, en vagones luminiscentes, se adentra en un túnel cada vez más negro. Un descenso hacia las profundidades de su propia alma. Por la vía contraria discurre la peripecia de Rojo. El detective se reinventa a sí mismo de sus propias cenizas, del malditismo a que su destino parecía condenarle, e inicia un viaje en sentido contrario al de Eduardo. Desde el abandono más absoluto, el detective descubre los destellos de esa luz que parece brotar de un diamante negro, y que le muestra hacia dónde se dirigen los raíles.
Cuando ambos trenes se encuentran, Rojo comprueba que la aventura de los dos jóvenes es mucho más tenebrosa que la suya. En un esfuerzo que le supera, el desahuciado detective suma aliados para enfrentarse a Seth, el mismísimo rostro de las tinieblas, que atrae a sus acólitos como la luz a las polillas destinadas a la abrasión.
Jimena Tierra atrapa al lector en ese juego de luces y sombras, donde cada encuentro, cada personaje y cada situación abre paso a otra, como las muñecas rusas. La autora huye de la casquería y el susto fácil, aunque sin ahorrar al lector la crudeza en escenas que la autora describe con fidelidad, tras muchas horas dedicadas a documentarse sobre el inquietante mundo de las sectas, atrayentes y destructivas.
La novela responde a los cánones del mejor género negro, con una atmósfera asfixiante y el retrato implacable de una juventud y una sociedad débiles. Pero la mayor virtud de Equinoccio es, sin duda, la integración del lector en sus páginas. Cuando las certezas de Eduardo se tambalean, el lector flaquea con él. La autora consigue elevar la suspensión de incredulidad a cotas inesperadas, hasta interrogarnos sobre la fortaleza de nuestra propia moral, el irrenunciable atractivo del placer sin límites y la eliminación de toda culpa.
Así es como, con una voz propia y una narración trepidante, Jimena Tierra nos enfrenta a nuestro espejo. ¿Hasta qué punto pueden aguantar nuestras convicciones la atracción de las tinieblas? ¿Y si estas se presentan, no entre brumas ni amenazas, sino bajo una capa tan bella como excitante? ¿Y si un día ella aparece en esa parada de autobús? ¿Elegiremos el escritorio en penumbra o bajaremos a la calle? Y, sobre todo, ¿sabremos orientarnos en el resplandor de la oscuridad?
‘Equinoccio‘ es una novela para reflexionar sobre los límites del relativismo moral y el individualismo. Sobre la necesidad de someter a perpetuo escrutinio las ideologías y los liderazgos. Sobre la soledad como la peor y más rápida forma de victimización, de deshumanización.
Una novela para leer, pensar… y temblar.
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