Fran sabe dónde está la
habitación. Abre la puerta y pulsa el interruptor. Hace malabares para evitar
su reflejo en el espejo ovalado. Apoya el paraguas sobre la cómoda de madera y
se mete en la cama con gabardina y zapatos. Esta será la cuarta noche sin dormir.
Lleva a la espalda varios cafés y el miedo a que se le meta dentro. Hay pasos
en la escalera. Alguien sube. Apaga la luz y se cubre la cara con las mantas sofocándose
por el calor que exhala su propia respiración. Oye el crujido de la puerta. Empieza
a tiritar. Se trata de una mujer. Ha estado antes allí. Lo deduce porque los
tacones se desplazan a oscuras cómodamente por el dormitorio abriendo y
cerrando las gavetas del armario. Si ha venido a robarle no encontrará nada de valor. Que se vaya.
Pero que se vaya ya. Ella suspira y le pregunta entre susurros si está dormido.
¿Habla con él? Le ha descubierto. Quizás haya sido el paraguas. ¡Jodido error
de principiante! Ha dejado una prueba fehaciente. También ha dejado un arma. Mantiene
el silencio concentrándose en los nombres de los dedos de la mano. Los repite
una y otra vez aplacando la tensión, aunque no recuerda cómo se llama el más
pequeño. Ella abre el cajón de los pijamas. Fran lo reconoce porque suele
encajarse y hay que sacarlo tentándolo con ambas manos guardando el equilibrio.
Suena a ropa revuelta. La mujer tropieza bruscamente. Casi se cae. Suspira de
nuevo y sale del dormitorio. Adónde habrá ido. Fran enciende la lámpara. Se
yergue con pulso acelerado y sudoración porcina. Se ha llevado el paraguas. La
única posibilidad que tenía de defenderse. Sortea el charco de agua en el
parqué y rebusca sigiloso entre sus cosas. Los relojes y las estilográficas
siguen ahí. Contiene el aliento. Bajo el joyero que le sirve para organizarlos hay
una nota doblada. No la había visto antes, pero el papel está manoseado. Se la
acerca a los ojos hasta que distingue letras. Hay una fecha. Han pasado siete
años. «Te querré hasta cuando no te recuerde», lee. Está firmada por él. Debe
ser él, porque pone Fran. Un escalofrío le calcina como un rayo. Su depredador.
Intuye que ya le ha penetrado. Esta vez el cabrón ha sido raudo. De nuevo, los pasos
en la escalera. Esta vez son más lentos. Más cansados. Las manos convulsionan
tratando de dejarla en su sitio y cae una fotografía. Muestra una pareja. Están
cogidos la mano, vestidos de novios. Él sonríe. Una sonrisa natural,
espontanea. No la ha forzado para el retrato. Realmente es feliz. Fran se ha
quedado tan embobado que no se ha dado cuenta de que está enfrentado al espejo. Da un brinco. Se mira. Horrorizado, levanta la imagen hasta la altura de su cara.
Es él. Se acongoja al percatarse de que la mujer está en el umbral de la puerta. Le observa en silencio como una
aparición espectral de aspecto melancólico. Se sobrecoge al reconocerla. Está
convencido de que es ella. La que le agarra la mano en la foto. Le aborda el impulso
incontrolable de chillar, pero su voz se estrangula en la garganta. ¡Sal de mí!
Se flagela avistando una tormenta eléctrica en su cabeza. Pero no sale. Nunca sale. Se
alimenta de sus recuerdos, cada día más voraz. Lo asume con resignación. Sonríe
a la desconocida. Esta vez, sí es una sonrisa preparada. Pero ella se la ha
devuelto. Se le aproxima y, con ternura, le ayuda a quitarse los botones de la
gabardina húmeda. Él se deja, desconfiado. Examina cada detalle sometido a un
vacío atronador. Entonces tiene la certeza de que, aunque no lo entienda, está
haciendo lo correcto. Que así encubre a su depredador.
viernes, 28 de octubre de 2016
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