jueves, 17 de julio de 2014

La absurda batalla entre la lengua y el idioma



En primer lugar y, dado que llevo tiempo pensando en ello pero, hasta ahora, solían interponerse otros quehaceres que dejasen este tema para el final, para aquellos que se encuentren en la disyuntiva sobre las fotografías y dibujos adjuntos a los artículos a fin de complementarlos, confirmaré que son extraídas de la red y abiertas al público. No son mías, salvo que en algún caso excepcional indique lo contrario.

En segundo lugar, el texto de esta semana se refiere a un comentario que publiqué en mi muro de facebook el 19 de mayo a colación de un artículo que tuve la oportunidad de leer en una revista a la que estoy suscrita desde hace años y que me fascina: Leer (Premio nacional al fomento de la lectura).



¿Es más importante que el Gobierno dedique sus esfuerzos a bilingüismo o a la lectura? ¿Por qué se ha llegado a asociar la lectura con una asignatura más que aprobar en lugar de un placer que desarrollar en ámbitos ajenos a la escuela?

Recuerdo que mi primer contacto con la asignatura de lengua y literatura fue duro. Lo habitual es que una niña con un cociente normal, que se inicia en el bachillerato, no alcance a comprender el profundo mensaje filosófico o moral, o la implicación política o histórica de novelas como La Regenta (Leopoldo Alas Clarín), Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes), el Poema del Mío Cid (Anónimo), el Romancero Gitano (Federico García Lorca) o Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós). De los libros de Elige tu propia aventura y Barco de Vapor pasé a exámenes donde buena parte del aprobado consistía en un comentario de texto sobre un documento elegido al azar por el profesor, siendo el 50 % restante una pregunta teórica (que no retórica), generalmente sobre la biografía o bibliografía de alguno de los autores entrados en materia. Sin embargo, y a pesar de que el mensaje resultase soporífero, había que pasar la asignatura como fuese, lo que se transformaba en la obligación de leer y estudiar los escritos que obligase el profesor como responsabilidad añadida a la clase de educación física o matemáticas. Y, especialmente las tardes de verano, después de una comida copiosa, la lectura resultaba todo lo contrario a un placer con el que disfrutar a sorbos, lentamente, de la misma manera que se disfruta un granizado de limón.

En paralelo y, generalmente, con el mismo número de horas a la semana la profesora de inglés trataba de enseñarme una lengua que nunca llegué a dominar a pesar de los esfuerzos del sistema educativo en, año tras año, hacerme engullir la gramática sajona una y otra vez sin colorantes ni conservantes al más puro estilo del porrón de vino, sin que ningún adulto responsable se planteara cómo era posible que una niña que llevaba estudiando las mismas reglas desde gozar de uso de razón no era capaz de pronunciar correctamente "hut", "hot", "hat" y "heat".

Y parece que el problema sigue en candelera, hasta el punto de que la crisis ha invitado a la mayor parte de los jóvenes profesionales españoles a exiliar para optar a un futuro digno. Eso sí. Los jóvenes profesionales españoles que lograron aprender inglés en aquellos tiempos a través de métodos alternativos a los empleados en la EGB, Bachillerato o COU. Y, como el método Vaugham tal vez se estaba gestando, pero no manifestando, las alternativas eran internados o colegios mayores, prácticas en el extranjero, becas internacionales -de esas que no quedan-, profesores particulares o trabajos variados en familias u hoteles para lograr perfeccionar un idioma que, llegados de vuelta a España y con el transcurso de los meses, se difuminaría como el humo de un cigarrillo.

Publica el diario ABC el día 5 de junio que «Nueve de cada diez profesores creen que Mariano Rajoy no aprobaría un examen de inglés de Educación Secundaria». Y el Gobierno, no creo que avergonzado, se ha puesto las pilas aumentando las horas de inglés en los colegios públicos. Un bilingüismo estatal que no abarca más de diez horas diarias y que, sorprendentemente, tampoco acoge a los alumnos desde sus primeras palabras.

Tal vez hagan falta un par de generaciones más para que los adultos responsables en cuyas manos estamos comprendan, en primer lugar, que el inglés debe mamarse con la leche materna en lugar de beberse con cerveza en los aperitivos de los domingos. Y en segundo, que la literatura debe disfrutarse y no suponer una obligación tortuosa. Que cada lectura, como la mayor parte de los placeres, tiene un momento en la vida de cada persona.