Hace algún tiempo estuve impartiendo clases de literatura a un niño de la ESO que no tendría más de once años. Su madre me contrató un par de horas a la semana para que fomentase la aproximación del estudiante a la lectura y mejorara la calidad de su ortografía. El pequeño inicialmente había estado matriculado en un colegio privado bilingüista, de esos en los que los progenitores, tutores o mecenas han de dejarse una pasta a falta de la subvención del Gobierno para incentivar la necesidad imperiosa de dominar el inglés junto al español y hablar con soltura el segundo idioma más relevante para la economía mundial. Cuando llegué a su vida del mismo modo que llega un forúnculo incómodo estaba inscrito en los Salesianos, aunque esa no es la cuestión que ocupa este artículo.
Mi primera pregunta fue si le gustaba leer, a lo que contestó -como, lamentablemente, la mayoría de los alumnos de su edad y moderadamente más niños que niñas-, que no. Obvia decir que en el aparador tenía una videoconsola y múltiples juegos de violencia ya terminados dejando hueco a otros tantos.
Hasta donde yo sabía, la lectura voraz es el remedio más efectivo contra las faltas ortográficas. Pero nada mejor que la experiencia para comprender que no sólo la aversión a los libros es la enemiga de la escritura, sino que el propio sistema educativo se ha atrincherado en una batalla ineluctable en contra de la literatura, sin previo aviso y sin que ésta apenas pueda defenderse.
El niño, al que recuerdo con especial afecto, me mostraba sus libros de sociales, de tecnología (¿por qué es necesario que un niño se examine las tipologías de maderas que hay en función de los árboles de que se extraen?), de religión... el de lengua y literatura era un conglomerado (que no aglomerado) de ideas y dibujos aparentemente bastante completo para su edad y conocimientos, en el que con especificidad se trataban las letras más conflictivas del abecedario cargadas de útiles ejemplos respecto a su uso en la sílaba y en la palabra.
He de decir que, del mismo modo que he conocido a despistadas promesas hambrientas de literatura con grandes faltas de ortografía, me he topado con empedernidos jugadores que han llegado a aprender inglés con sus batallas internáuticas. De hecho y, sin desviarme demasiado del tema, me viene a la memoria el llamado World of Warcraft, un juego que ha atrapado a miles de personas de todas las edades y del que soy consciente que ha enseñado un aspecto técnico de inglés a muchos hispanohablantes.
A medida que avanzaban los días observé que el alumno memorizaba con grandes dificultades las diferencias entre la "g" y la "j" o las tildes. Incluso explicándole el funcionamiento de la "m" o la "p" al muchacho le costaba un trabajo exorbitante escribir la palabra sobre el papel y acertar. A veces apostaba a cara o cruz tratando de que no me diese cuenta, a veces esperaba cualquier despiste (voluntario) para echar un vistazo al libro y aclarar sus dudas.
Me recuerdo cuando era niña y tenía un cuaderno a cuadros de espiral para cada una de las asignaturas. Mi madre, ya visionaria por aquel entonces, pretendía que llevase la carga de los libros de texto, los cuadernos, el estuche y el almuerzo en el carro de la compra para que no lo soportara mi espalda pero, por este sentimiento absurdo de rebelión contra los padres en aras de reafirmación de la personalidad del hijo, nunca le hice caso, a pesar de que hoy en día los estudiantes llevan mochilas con ruedas al colegio. Una de mis claves para saber si estaba bien escrita una palabra era trazarla de las dos maneras sobre el folio, leerla, intentar recordar cuántas veces la había visto de un modo u otro. Había una palabra que siempre me daba problemas, "albornoz". Mis padres nunca me habían corregido cuando decía "algornoz", les hacía gracia escucharme pronunciarlo, y llegué a la adolescencia con esa daga clavada en el corazón del diccionario. Sin embargo, con mi alumno ese sistema no funcionaba.
Como decía en el inicio, el propio sistema educativo se ha vuelto enemigo de las palabras. Aclaré mis dudas cuando me contó que la mayoría de los ejercicios diarios (e incluso exámenes) se hacían mediante tests de opción múltiple que le llegaban al profesor y que eran corregidos mecánicamente y de inmediato por un programa informático adecuado a tal fin. Un sistema que no permitía aclarar dudas al estudiante y cuyas respuestas, presumiblemente en aras de un número que abarcaba el resultado final, no eran revisadas por el docente.
El niño ya apenas escribía. Si acaso lo que copiaba de la pizarra en las clases matinales, pero no en los ejercicios vespertinos. Ese, sin duda, resultó su segundo escollo en la guerra contra la buena ortografía. El suyo y el nuestro. Porque una era en la que el lápiz y el papel ocupan un lugar ulterior en la jerarquía piramidal de la ergonomía de la escritura nos afecta, sin excepción, a todos y cada uno de los individuos. Porque dependemos de la capacidad del lenguaje para desarrollar nuestra personalidad individual y colectiva. Un muro que no se puede derribar, aunque sí escalar. Y, desde luego, con un esfuerzo tan kafkianamente insultante que debería pasar por encima de las maderas.
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